Al
inicio de esta etapa final de la
época visigoda, la nobleza logró poner
ciertos límites al poder regio, especialmente en el terreno procesal, a
pesar de lo cual la monarquía continuó
haciendo valer su preeminencia como representante de una autoridad
superior, adoptando medidas legislativas e interviniendo como cabezas de la
jerarquía eclesiástica. Al mismo tiempo, redobló sus esfuerzos por establecer una sucesión dinástica, al
conseguir que las asambleas conciliares acordaran nuevas medidas destinadas a
proteger la vida y los bienes de la familia regia. Tras esas medidas lo que se estaba dirimiendo era el control
de los bienes de la corona, sometidos a un irreversible proceso de
patrimonialización, que se disputaban
nobleza y monarquía en medio de una tensa pugna que se prolongó hasta la
extinción del reino, y que fue uno de los principales factores que
contribuyeron a su final.
En
septiembre de 672, tras la muerte de
Recesvinto, fue elevado al trono,
atendiendo a todos los preceptos legales, un notable de nombre Wamba. Con ello se interrumpía la sucesión hereditaria que había tratado de
consolidar el linaje de Chindasvinto. Apenas llegado al poder estalló contra
Wamba una grave rebelión en la Galia
gótica y la Tarraconense encabezada por el Dux Paulo, que llegó a
proclamarse rey en Narbona. Paulo, pues, consiguió reinar, aunque por poco
tiempo, sobre la Septimania y parte de la Tarraconense, contando con el apoyo
de la mayoría de los cuadros laicos y eclesiásticos. La propia estructura política del reino, en la que los altos jefes
militares (duces provinciarum y
comites civitatum) habían
terminado por sumar a sus atribuciones castrenses amplias funciones judiciales
y administrativas, cuyo desempeño implicaba también el disfrute de importantes
masas de bienes estatales, explica estos
éxitos, ya que contribuyó a dotar a esos personajes de un amplio arraigo en
los distritos bajo su administración, concitando una red de lealtades en torno
a sus figuras y proporcionando una base
territorial y social para este tipo de rebeliones.
Sofocada
la rebelión de Paulo, en noviembre de 673
Wamba promulgó una ley con objeto de reafirmar la estructura militar en beneficio de la corona, la
conocida como “ley militar de Wamba”.
En ella se estableció que debían participar en la defensa del reino, además de
los jefes militares en quienes
recaía también la convocatoria, los obispos y clérigos de cualquier grado, así
como todas las personas libres que habitaran en el territorio donde se
produjera el ataque o en las áreas colindantes. De este modo, jefes militares,
clérigos y laicos debían acudir con la totalidad de sus fuerzas y si no
cumplían con esta obligación serían penalizados, incluso con la confiscación de
sus bienes. El texto de esta ley deja bien claro que para esas fechas el ejército visigodo, sin haber
perdido por completo su carácter público, se
nutría fundamentalmente de comitivas privadas, ya que estaba integrado no
sólo por los militares de oficio, sino por todos los hombres libres del reino,
tanto laicos como eclesiásticos, que además debían acudir con todos sus
hombres, se entiende sus dependientes, tanto más cuando en la nueva ley militar
promulgada por su sucesor Ervigio en 681 son llamados servi.
Después
del derrocamiento de Wamba, según
las fuentes mediante una maniobra algo rocambolesca, accedió al trono, al
parecer por elección, Ervigio. En su
tarea legislativa, además de la ley militar ya mencionada, llevó a cabo una nueva edición revisada del Liber
Iudiciorum, que fue
promulgada el 21 de octubre de 681 al cumplirse el primer año de su reinado.
Entre las leyes emitidas por Ervigio y agregadas al nuevo código sobresalen las
prescritas contra los judíos.
Los reinados de Égica
y Witiza se desarrollaron en medio de una gran inestabilidad política. Antes de morir a
mediados de noviembre de 687, Ervigio designó sucesor a su yerno Égica,
relegando a sus propios hijos varones. La sucesión parece el resultado de un
pacto con una potente facción nobiliaria, que impuso su candidato frente a la
sucesión dinástica directa. Ahora bien, Égica en los primeros años de reinado
debió de ser fuertemente contestado por los hijos de Ervigio, según se
desprende de las medidas que adoptó. Entre ellas destaca la insistencia legislativa en el cumplimiento debido por todos los
súbditos del reino de prestar juramento
de fidelidad a los monarcas y en las severas penas para los que no lo
hicieran. En el año 698 Égica asoció al
trono a su hijo Witiza, que logró suceder a su padre al frente del reino. Pero en el año 710, tras la desaparición de
Witiza, seguramente a causa de muerte natural, el reino se sumergió en una auténtica guerra civil entre los
partidarios de los hijos de Witiza y la facción nobiliaria encabezada por Roderico o Rodrigo, que consiguió
finalmente apropiarse del trono.
Es en este contexto
en el que hay que situar la invasión musulmana de la
Península Ibérica. La intervención de fuerzas
extrañas para apoyar a un pretendiente a la corona ya había tenido
lugar en otras ocasiones, pero esta vez tendrá
consecuencias definitivas para el
reino visigodo. En julio de 710 tuvo ya lugar una pequeña incursión al mando de
un tal Tarif en ayuda del partido “witiziano” y durante la primavera de 711 Tariq ibn Ziyad, un bereber liberto o
cliente de Mûsà ibn Nusayr, gobernador de Ifriqiya (el África musulmana), puso el pie
en la Península
al frente de un mayor contingente de tropas. Rodrigo se hallaba combatiendo en
el norte contra los vascones cuando fue informado del desembarco del ejército
musulmán, que estaba formado principalmente por tropas bereberes del norte de
África, y tras reunir a su ejército se dirigió al sur. El encuentro definitivo
tuvo lugar, según nos informan las fuentes musulmanas, en wadi Lakka, topónimo que viene identificándose
con los ríos Guadalete o Barbate,
ambos en la provincia de Cádiz. Allí Rodrigo,
según la Crónica
Mozárabe, fue
traicionado por sus propias tropas, es decir, que tomaron partido por un nuevo
líder, y el monarca, abandonado por éstas, fue
derrotado y muerto en la
batalla. Como ya se vio, el ejército visigodo estaba compuesto
por la suma de comitivas privadas, de lo que se derivaba una debilidad
estructural bien aprovechada por las fuerzas islámicas que, según el cronista,
también dieron muerte a los rivales de Rodrigo.
Algunas genealogías incluyen tras Witiza
el nombre de dos reyes, Aquila con tres años de reinado y Ardo con siete,
omitiendo toda referencia a Rodrigo. Lo más probable es que este Aquila fuese
un magnate godo de la
Tarraconense o de la Narbonense, que al producirse el estallido de la
guerra civil y la penetración de los musulmanes asumiese el poder regio sobre
estas dos provincias entre 711 y 713-714, siendo luego sucedido por Ardo, que
prolongaría su reinado hasta el 720, fecha de la toma de Narbona por las tropas
musulmanas.
El final de la
monarquía visigoda es la consecuencia de diversos factores relacionados entre
sí.
Se puede citar en primer lugar la
situación de guerra civil que vivía el reino visigodo desde la muerte de
Witiza por la sucesión en el trono. Este conflicto sucesorio no era sólo
político sino también social, resultado de la
pugna entre el poder monárquico de una parte y la nobleza de otra, en un
estado cuya jefatura correspondía de hecho al más poderoso de los nobles. Tanto
o más importantes fueron las
contradicciones existentes entre una estructura estatal centralizada,
teóricamente dirigida desde el palacio regio en Toledo, y el propio mecanismo de funcionamiento de esas estructuras,
puesto que aquellos que desempeñaban los cargos públicos y gozaban de las
rentas que les iban aparejadas no podían ser privados de los mismos salvo
manifiesta infidelidad al monarca. En la
práctica, esto suponía una patrimonialización de los cargos, por lo que
bajo esa aparente estructura centralizada emerge una realidad política mucho
más atomizada, de ahí la facilidad que tuvieron los musulmanes para llegar a
acuerdos puntuales con los duces
y comites de las distintas provincias y ciudades, más interesados
en mantener su posición que en prolongar la lucha en defensa del reino de
Toledo. La propia familia de Witiza
se comportó de similar manera, anteponiendo sus intereses patrimoniales e
incluso dinásticos a la independencia del reino, ya que los acuerdos alcanzados
permitieron que los hijos de Witiza continuaran disfrutando de un inmenso
patrimonio territorial (las famosas tres mil fincas a las que aluden las
fuentes musulmanas) y también de una posición política preminente. Otro factor
que sin duda contribuyó a debilitar el estado visigodo tenía su origen en las tensiones sociales y las rebeliones de
siervos y esclavos, hostiles al orden social dominante y sin duda indiferentes a los
avatares políticos originados por la invasión, como quizá también lo fueron los
libertos y muchos de los libres
en patrocinio, cuyas estrechas relaciones de dependencia implicaban de hecho
una situación de servidumbre. Por último, la
minoría judeo-conversa sólo podía ver con buenos ojos cualquier cambio en
el régimen político-religioso dominante, tal como dejan traslucir las fuentes
musulmanas, que nos los presentan en algunas ocasiones haciéndose cargo de las
guarniciones de las ciudades recién conquistadas.
El
periodo final del reino visigodo (672-711) se caracteriza por una profunda
desintegración interna del poder político de la monarquía y por su progresiva
fragmentación, como causa y consecuencia a la vez del surgimiento de unidades
de poder más reducidas, de ámbito territorial. Se trata de una “desintegración y territorialización del
poder” que conllevaba el fraccionamiento del estado unitario visigodo bajo
la presión de grupos nobiliarios vinculados por relaciones de tipo clientelar y
fuertemente arraigados, desde un punto de vista social y económico, en
determinadas zonas, sobre las que continuaban desempeñando, y cada vez en mayor
medida, las funciones de control político efectivo, ocupando los principales
cargos y puestos del gobierno local y territorial. Hacia el final del reino, y
como manifestación de este proceso, las rebeliones nobiliarias fueron teniendo
progresivamente un carácter más territorial.
Esta evolución no es sino el reflejo de la incapacidad para conciliar la aspiración de
consolidar una institución monárquica fuerte, centralizada y de carácter
público con los intereses de la sociedad política del reino, representada
por una alta y poderosa aristocracia terrateniente, laica y eclesiástica, unida
entre sí por estrechos lazos familiares, de fidelidad, de clientelismo y de
dependencia, todos de carácter privado, y protagonista de constantes pugnas entre facciones para hacerse con el control del
poder político.
Por otro lado, este proyecto de fortalecimiento del estado por parte de la corona no podía oponerse a la propia dinámica
económica y social de fondo, que (como se verá en apartados siguientes) tendía a robustecer la autonomía y el poder
de la aristocracia terrateniente: concentración de la propiedad agraria,
control sobre la mano de obra rural (esclavos, siervos, colonos), formación de
redes clientelares, inmunidades fiscales, creación de comitivas armadas… Por
ello, la construcción de una monarquía
centralizada que limitara el poder de la nobleza era un proceso inviable,
incompatible con la evolución de las estructuras económicas y las relaciones
sociales.
En esta situación, el rey debía su posición al apoyo de una facción nobiliaria, laica y
eclesiástica, enfrentada a su vez con otra u otras facciones, con lo cual la influencia de la aristocracia y de la
Iglesia sobre la monarquía era cada vez mayor. El poder real no estaba en
condiciones de mantenerse más que con la lealtad y los recursos de las
facciones favorables a la corona, los “fideles”,
a los que había que recompensar con la entrega de bienes y, sobre todo, tierras
y con la concesión de altos cargos en la administración, central, territorial o
local. Todo esto, a largo plazo, conllevaba el reforzamiento de la aristocracia y el paralelo debilitamiento de la
institución monárquica.
Uno de los ejemplos más llamativos de esta evolución durante la última etapa
del reino visigodo lo constituyen las denominadas “leyes militares” de Wamba y de su sucesor Ervigio, ya mencionadas,
que evidencian el reconocimiento
implícito de la inoperancia militar, y por tanto política, del estado,
incapaz de asegurar por sí mismo la defensa del reino. Para ello la monarquía
disponía únicamente de sus propias clientelas armadas y del apoyo que quisieran
ofrecerle las distintas facciones nobiliarias, al frente de contingentes
militares de carácter privado. Hay que tener en cuenta que, en esos momentos,
prácticamente no existían amenazas exteriores para el reino visigodo,
expulsados los bizantinos, anexionado el reino suevo y los francos ocupados en
el centro de Europa. En realidad, por tanto, lo que verdaderamente exigían las
“leyes militares” era ayuda para hacer frente a las dificultades militares
internas, en forma de conjuras, rebeliones nobiliarias y disturbios populares.
Dicho de otra manera, se trataba de
intentar apuntalar la estabilidad de una institución monárquica tambaleante.
En definitiva, el “fracaso” del proyecto político visigodo fue el resultado de una
contradicción estructural. Las pretensiones de afirmación monárquica se
enfrentaban a una paradoja: los
reyes visigodos necesitaban el apoyo, cada vez menos institucionalizado y más
personalizado, de la alta aristocracia terrateniente, goda e hispano-romana,
laica y eclesiástica. Y este apoyo sólo podía obtenerse a través de concesiones
territoriales y de la distribución de funciones políticas. A medio y largo
plazo, las consecuencias eran el fortalecimiento económico y político de la
nobleza y el consiguiente deterioro de las bases de poder de la corona. Es decir, justo
lo contrario de lo que la monarquía había pretendido inicialmente.
Así, a
principios del siglo VIII el reino visigodo era un estado desintegrado y
fraccionado, en el cual, la alta aristocracia, rodeada de nutridas
comitivas armadas privadas, de carácter personal, imponían su ley sobre
espacios territoriales más restringidos, para lo que contaban con su enorme
capacidad económica, con sus extensas redes de clientelismo social y con su
absoluto control de la administración pública, dentro de un fenómeno
generalizado de “fragmentación y privatización del poder político”. Las relaciones políticas de tipo privado se
habían impuesto finalmente a las relaciones políticas de índole pública.
Por ello, los recursos de que disponían los últimos monarcas visigodos para el
ejercicio del poder se limitaban a los que le proporcionaban sus propios
dominios territoriales, sus propios séquitos militares y sus propias redes
clientelares. En otras palabras, no mucho más de lo que podía reunir un
miembro cualquiera de la alta aristocracia terrateniente del reino. No es de
extrañar que, una vez eliminada la resistencia de Roderico y su menguado
ejército, abandonado a su suerte por una buena parte de la nobleza,
especialmente la adicta al partido “witiziano”, la labor conquistadora de los invasores musulmanes fuera relativamente
sencilla, ocupando las principales ciudades y llegando a acuerdos de
capitulación y pactos con unos poderes territoriales de hecho prácticamente
independientes.