miércoles, 19 de diciembre de 2012

Felipe V y Los decretos de Nueva Planta


Los decretos de Nueva Planta se deben interpretar como una sanción contra los súbditos rebeldes y como la aplicación de un centralismo doctrinal.
Los ejércitos victoriosos de Felipe V ejercen el derecho de conquista sobre los reinos y todos sus habitadores, ya que estos habían faltado al juramento de fidelidad que hicieron al Rey y por tanto son culpables de rebelión.
Los decretos son en definitiva la eliminación de la personalidad jurídica de los reinos autónomos, entre ellos el de Aragón y el  Valencia, y,  por ende, la abolición de los fueros e instituciones propias.
El reino de Valencia fue el más perjudicado al anularse su derecho civil, mientras ese mismo derecho civil se mantuvo en los reinos de Aragón, Cataluña y Mallorca.
Los decretos impusieron entre otras cosas el modelo municipal de Castilla en las grandes ciudades. Un capitán general sucede a los virreyes de cada uno de los Reinos, pero con más atribuciones que éstos últimos, uniendo a sus funciones de gobierno, el carácter político centralizador de la monarquía y la vertiente militar, se nombrarán preferentemente, a castellanos o a funcionarios nacidos en Castilla como jueces y magistrados, esto supone de hecho el fin del llamado “privilegio de extranjería”.  En el decreto se decía “pudiendo obtener por esta razón mis fidelísimos vasallos los castellanos, oficios y empleos en Aragón y Valencia de la misma manera que los aragoneses y valencianos han de poder en adelante gobernar en Castilla”.
La Nueva Planta creó una división territorial en los reinos rebeldes diferentes a la de su época foral, las antiguas gobernaciones fueron sustituidas por corregimientos, en el Reino de Valencia en concreto se establecen trece gobernaciones o corregimientos. Se implanta la figura del Intendente una especie de delegado de hacienda, se implanta un nuevo impuesto semejante a la alcabala de Castilla, se trata de un impuesto que el Intendente fijaba para cada municipio en función de la población y riqueza, después las autoridades locales repartían un cupo entre los vecinos en función de los ingresos y propiedades. La nobleza y el estamento eclesiástico, obviamente, estaban exentos.
Los gobiernos borbónicos de Felipe V fueron logrando su propósito de equiparación fiscal entre los reinos de la Corona de Aragón y el reino de Castilla

domingo, 9 de diciembre de 2012

MAPAS DE LOS TERRITORIOS HEREDADOS POR CARLOS I





REINO VISIGODO Conflictos nobiliarios y crisis final (672-711).


Al inicio de esta etapa final de la época visigoda, la nobleza logró poner ciertos límites al poder regio, especialmente en el terreno procesal, a pesar de lo cual la monarquía continuó haciendo valer su preeminencia como representante de una autoridad superior, adoptando medidas legislativas e interviniendo como cabezas de la jerarquía eclesiástica. Al mismo tiempo, redobló sus esfuerzos por establecer una sucesión dinástica, al conseguir que las asambleas conciliares acordaran nuevas medidas destinadas a proteger la vida y los bienes de la familia regia. Tras esas medidas lo que se estaba dirimiendo era el control de los bienes de la corona, sometidos a un irreversible proceso de patrimonialización, que se disputaban nobleza y monarquía en medio de una tensa pugna que se prolongó hasta la extinción del reino, y que fue uno de los principales facto­res que contribuyeron a su final.
En septiembre de 672, tras la muerte de Recesvinto, fue elevado al trono, atendiendo a todos los preceptos legales, un notable de nombre Wamba. Con ello se interrumpía la sucesión hereditaria que había tratado de consolidar el linaje de Chindasvinto. Apenas llegado al poder estalló contra Wamba una grave rebelión en la Galia gótica y la Tarraconense enca­bezada por el Dux Paulo, que llegó a proclamarse rey en Narbona. Paulo, pues, consiguió reinar, aunque por poco tiempo, sobre la Septimania y parte de la Tarra­conense, contando con el apoyo de la mayoría de los cuadros laicos y eclesiásticos. La propia estructura política del reino, en la que los altos jefes militares (duces provinciarum y comites civitatum) habían termi­nado por sumar a sus atribuciones castrenses amplias funciones judiciales y administrativas, cuyo desempeño implicaba también el disfrute de impor­tantes masas de bienes estatales, explica estos éxitos, ya que contribuyó a dotar a esos personajes de un amplio arraigo en los distritos bajo su administración, concitando una red de lealtades en torno a sus figuras y proporcionando una base territorial y social para este tipo de rebeliones.
Sofocada la rebelión de Paulo, en noviembre de 673 Wamba promulgó una ley con objeto de reafirmar la estructura militar en beneficio de la corona, la conocida como “ley militar de Wamba”. En ella se estableció que debían participar en la defensa del reino, además de los jefes militares en quienes recaía también la convocatoria, los obispos y clérigos de cualquier grado, así como todas las personas libres que habitaran en el territorio donde se produjera el ataque o en las áreas colindantes. De este modo, jefes militares, clérigos y laicos debían acu­dir con la totalidad de sus fuerzas y si no cumplían con esta obligación serían penalizados, incluso con la confiscación de sus bienes. El texto de esta ley deja bien claro que para esas fechas el ejército visigo­do, sin haber perdido por completo su carácter público, se nutría fundamentalmente de comitivas privadas, ya que estaba integrado no sólo por los militares de oficio, sino por todos los hombres libres del reino, tanto laicos como eclesiásticos, que además debían acudir con todos sus hombres, se entiende sus dependientes, tanto más cuando en la nueva ley militar promulgada por su sucesor Ervigio en 681 son llamados servi.
Después del derrocamiento de Wamba, según las fuentes mediante una maniobra algo rocambolesca, accedió al trono, al parecer por elección, Ervigio. En su tarea legislativa, además de la ley militar ya mencionada, llevó a cabo una nueva edición revisada del Liber Iudiciorum, que fue promulgada el 21 de octubre de 681 al cumplirse el pri­mer año de su reinado. Entre las leyes emitidas por Ervigio y agregadas al nuevo código sobresalen las prescritas contra los judíos.
Los reinados de Égica y Witiza se desarrollaron en medio de una gran inestabilidad política. Antes de morir a mediados de noviem­bre de 687, Ervigio designó sucesor a su yerno Égica, relegando a sus propios hijos varones. La sucesión parece el resultado de un pacto con una potente facción nobiliaria, que impuso su candidato frente a la sucesión dinástica directa. Ahora bien, Égica en los prime­ros años de reinado debió de ser fuertemente contestado por los hijos de Ervigio, según se desprende de las medidas que adoptó. Entre ellas destaca la insistencia legislativa en el cumplimiento debido por todos los súbditos del reino de prestar juramento de fidelidad a los monarcas y en las severas penas para los que no lo hicieran. En el año 698 Égica asoció al trono a su hijo Witiza, que logró suceder a su padre al frente del reino. Pero en el año 710, tras la desaparición de Witiza, seguramente a causa de muerte natural, el reino se sumergió en una auténtica guerra civil entre los partidarios de los hijos de Witiza y la facción nobiliaria encabezada por Roderico o Rodrigo, que consiguió finalmente apropiarse del trono.
Es en este contexto en el que hay que situar la invasión musulmana de la Península Ibérica. La intervención de fuerzas extrañas para apoyar a un pretendiente a la corona ya había tenido lugar en otras ocasiones, pero esta vez tendrá consecuencias definitivas para el reino visigodo. En julio de 710 tuvo ya lugar una pequeña incursión al mando de un tal Tarif en ayuda del partido “witiziano” y durante la primavera de 711 Tariq ibn Ziyad, un bereber liberto o cliente de Mûsà ibn Nusayr, gobernador de Ifriqiya (el África musulmana), puso el pie en la Península al frente de un mayor contingente de tropas. Rodrigo se hallaba combatiendo en el norte contra los vascones cuando fue informado del desembarco del ejército musulmán, que estaba formado principalmente por tropas bereberes del norte de África, y tras reunir a su ejército se dirigió al sur. El encuentro definitivo tuvo lugar, según nos informan las fuentes musulmanas, en wadi Lakka, topónimo que viene identificándose con los ríos Guadalete o Barbate, ambos en la provincia de Cádiz. Allí Rodrigo, según la Crónica Mozárabe, fue traicionado por sus propias tropas, es decir, que tomaron partido por un nuevo líder, y el monarca, abandonado por éstas, fue derrotado y muer­to en la batalla. Como ya se vio, el ejército visigodo estaba compuesto por la suma de comitivas privadas, de lo que se derivaba una debilidad estructural bien aprovechada por las fuerzas islámicas que, según el cronista, también dieron muerte a los rivales de Rodrigo.
Algunas genealogías incluyen tras Witiza el nombre de dos reyes, Aquila con tres años de reinado y Ardo con siete, omitiendo toda referencia a Rodrigo. Lo más probable es que este Aquila fuese un magnate godo de la Tarraconense o de la Narbonense, que al producirse el estallido de la gue­rra civil y la penetración de los musulmanes asumiese el poder regio sobre estas dos provincias entre 711 y 713-714, siendo luego sucedido por Ardo, que prolongaría su reinado hasta el 720, fecha de la toma de Narbona por las tropas musulmanas.

El final de la monarquía visigoda es la consecuencia de diversos factores relacionados entre sí. Se puede citar en primer lugar la situación de guerra civil que vivía el reino visigodo desde la muerte de Witi­za por la sucesión en el trono. Este conflicto sucesorio no era sólo político sino también social, resultado de la pugna entre el poder monárquico de una parte y la nobleza de otra, en un estado cuya jefatura correspondía de hecho al más poderoso de los nobles. Tanto o más importantes fueron las contradicciones existentes entre una estructura estatal centralizada, teóricamente dirigida desde el palacio regio en Toledo, y el propio mecanismo de funcio­namiento de esas estructuras, puesto que aquellos que desempeñaban los cargos públicos y gozaban de las rentas que les iban aparejadas no podían ser privados de los mismos salvo manifiesta infidelidad al monarca. En la prác­tica, esto suponía una patrimonialización de los cargos, por lo que bajo esa aparente estructura centralizada emerge una realidad política mucho más atomizada, de ahí la facilidad que tuvieron los musulmanes para llegar a acuerdos puntuales con los duces y comites de las distintas provincias y ciudades, más interesados en mantener su posición que en prolongar la lucha en defensa del reino de Toledo. La propia familia de Witiza se comportó de similar manera, anteponiendo sus intereses patrimoniales e incluso dinásticos a la independencia del reino, ya que los acuerdos alcanzados permitieron que los hijos de Witiza continuaran disfrutando de un inmenso patrimonio territorial (las famosas tres mil fincas a las que aluden las fuentes musulma­nas) y también de una posición política preminente. Otro factor que sin duda contribuyó a debilitar el estado visigodo tenía su origen en las tensiones sociales y las rebeliones de siervos y esclavos, hostiles al orden social dominante y sin duda indiferentes a los avatares políticos originados por la invasión, como quizá también lo fueron los libertos y muchos de los libres en patrocinio, cuyas estrechas relaciones de dependencia implica­ban de hecho una situación de servidumbre. Por último, la minoría judeo­-conversa sólo podía ver con buenos ojos cualquier cambio en el régimen polí­tico-religioso dominante, tal como dejan traslucir las fuentes musulmanas, que nos los presentan en algunas ocasiones haciéndose cargo de las guarni­ciones de las ciudades recién conquistadas.

El periodo final del reino visigodo (672-711) se caracteriza por una profunda desintegración interna del poder político de la monarquía y por su progresiva fragmentación, como causa y consecuencia a la vez del surgimiento de unidades de poder más reducidas, de ámbito territorial. Se trata de una “desintegración y territorialización del poder” que conllevaba el fraccionamiento del estado unitario visigodo bajo la presión de grupos nobiliarios vinculados por relaciones de tipo clientelar y fuertemente arraigados, desde un punto de vista social y económico, en determinadas zonas, sobre las que continuaban desempeñando, y cada vez en mayor medida, las funciones de control político efectivo, ocupando los principales cargos y puestos del gobierno local y territorial. Hacia el final del reino, y como manifestación de este proceso, las rebeliones nobiliarias fueron teniendo progresivamente un carácter más territorial.
Esta evolución no es sino el reflejo de la incapacidad para conciliar la aspiración de consolidar una institución monárquica fuerte, centralizada y de carácter público con los intereses de la sociedad política del reino, representada por una alta y poderosa aristocracia terrateniente, laica y eclesiástica, unida entre sí por estrechos lazos familiares, de fidelidad, de clientelismo y de dependencia, todos de carácter privado, y protagonista de constantes pugnas entre facciones para hacerse con el control del poder político.
Por otro lado, este proyecto de fortalecimiento del estado por parte de la corona no podía oponerse a la propia dinámica económica y social de fondo, que (como se verá en apartados siguientes) tendía a robustecer la autonomía y el poder de la aristocracia terrateniente: concentración de la propiedad agraria, control sobre la mano de obra rural (esclavos, siervos, colonos), formación de redes clientelares, inmunidades fiscales, creación de comitivas armadas… Por ello, la construcción de una monarquía centralizada que limitara el poder de la nobleza era un proceso inviable, incompatible con la evolución de las estructuras económicas y las relaciones sociales.
En esta situación, el rey debía su posición al apoyo de una facción nobiliaria, laica y eclesiástica, enfrentada a su vez con otra u otras facciones, con lo cual la influencia de la aristocracia y de la Iglesia sobre la monarquía era cada vez mayor. El poder real no estaba en condiciones de mantenerse más que con la lealtad y los recursos de las facciones favorables a la corona, los “fideles”, a los que había que recompensar con la entrega de bienes y, sobre todo, tierras y con la concesión de altos cargos en la administración, central, territorial o local. Todo esto, a largo plazo, conllevaba el reforzamiento de la aristocracia y el paralelo debilitamiento de la institución monárquica.
Uno de los ejemplos más llamativos de esta evolución durante la última etapa del reino visigodo lo constituyen las denominadas “leyes militares” de Wamba y de su sucesor Ervigio, ya mencionadas, que evidencian el reconocimiento implícito de la inoperancia militar, y por tanto política, del estado, incapaz de asegurar por sí mismo la defensa del reino. Para ello la monarquía disponía únicamente de sus propias clientelas armadas y del apoyo que quisieran ofrecerle las distintas facciones nobiliarias, al frente de contingentes militares de carácter privado. Hay que tener en cuenta que, en esos momentos, prácticamente no existían amenazas exteriores para el reino visigodo, expulsados los bizantinos, anexionado el reino suevo y los francos ocupados en el centro de Europa. En realidad, por tanto, lo que verdaderamente exigían las “leyes militares” era ayuda para hacer frente a las dificultades militares internas, en forma de conjuras, rebeliones nobiliarias y disturbios populares. Dicho de otra manera, se trataba de intentar apuntalar la estabilidad de una institución monárquica tambaleante.
En definitiva, el “fracaso” del proyecto político visigodo fue el resultado de una contradicción estructural. Las pretensiones de afirmación monárquica se enfrentaban a una paradoja: los reyes visigodos necesitaban el apoyo, cada vez menos institucionalizado y más personalizado, de la alta aristocracia terrateniente, goda e hispano-romana, laica y eclesiástica. Y este apoyo sólo podía obtenerse a través de concesiones territoriales y de la distribución de funciones políticas. A medio y largo plazo, las consecuencias eran el fortalecimiento económico y político de la nobleza y el consiguiente deterioro de las bases de poder de la corona. Es decir, justo lo contrario de lo que la monarquía había pretendido inicialmente.
Así, a principios del siglo VIII el reino visigodo era un estado desintegrado y fraccionado, en el cual, la alta aristocracia, rodeada de nutridas comitivas armadas privadas, de carácter personal, imponían su ley sobre espacios territoriales más restringidos, para lo que contaban con su enorme capacidad económica, con sus extensas redes de clientelismo social y con su absoluto control de la administración pública, dentro de un fenómeno generalizado de “fragmentación y privatización del poder político”. Las relaciones políticas de tipo privado se habían impuesto finalmente a las relaciones políticas de índole pública.
Por ello, los recursos de que disponían los últimos monarcas visigodos para el ejercicio del poder se limitaban a los que le proporcionaban sus propios dominios territoriales, sus propios séquitos militares y sus propias redes clientelares. En otras palabras, no mucho más de lo que podía reunir un miembro cualquiera de la alta aristocracia terrateniente del reino. No es de extrañar que, una vez eliminada la resistencia de Roderico y su menguado ejército, abandonado a su suerte por una buena parte de la nobleza, especialmente la adicta al partido “witiziano”, la labor conquistadora de los invasores musulmanes fuera relativamente sencilla, ocupando las principales ciudades y llegando a acuerdos de capitulación y pactos con unos poderes territoriales de hecho prácticamente independientes.